Al salir del restaurante mediocre, me enfrento al cielo de plomo de Pensilvania.
Me infunde una tristeza linda.
Una que no quiero soltar.
Una tristeza que quiero acurrucar en el pecho como una criatura moribunda.
Que quiero besar en la frente.
Que quiero bañar de lágrimas hasta rebosar, hasta que goteen de las puntas de mis blancos dedos.
Pero todo eso fue un sueño.
Miro hacia abajo; la criatura ya no está ahí.
Lleva meses de muerta y sepultada.
Miro las gotas de acero que caen en mis manos, cual leche materna, de los nubarrones de hollín.
Las contemplo mientras limpian el último vestigio de la costra de blanca sal.
De camino entre Bethlehem y Catasauqua, Pensilvania, EEUU
14 junio 2011
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